En esta historia de asaltos elijo no ser la víctima; voy a ser el policía, es decir, el ladrón. La verdad es que me apetece, al menos por un rato, sostener la pistola. Tiene la ventaja de que puedo explicar con mis propias palabras lo que sucedió, pues no dejo de ser yo mismo. Además, como me convierto en un personaje muy simple, ocuparé pocas líneas en describirme. Tan sólo voy a contar que mi infancia transcurrió en una casa pequeña, bonita y limpia. Mis padres tenían un puesto de dulces y se las ingeniaron bastante bien para que no les faltase de nada a sus cinco hijos (no puedo entender cómo lo consiguieron, debo confesar que es un gran misterio para mí). Tengo un hermano que se hizo economista, otro maneja un taxi y los dos mayores regentan un negocio de abarrotes. Yo no lo tuve tan sencillo. Los estudios no se me daban bien. No es culpa mía, no sirvo para eso. Lo mío siempre fue la calle. Me gusta chupar y me gustan las mujeres. No puedo ir contra mi naturaleza. Desde chico se me hizo fácil asaltar. Soy un tipo fuerte y con la cabeza rapada impongo mucho. Pasaba el tiempo haciendo pequeños robos en la colonia. No tardé en descubrir que los que de verdad manejan dinero en éste negocio son los policías. Las pruebas de admisión me parecieron casi tan fáciles como robar. Así que por supuesto, me hice policía.
Tengo el turno de tarde patrullando, y el de noche asaltando. Como policía saco muy poco dinero extorsionando. Hay una cadena de mando. Yo tengo que darles a los de arriba y ellos a los de más arriba. Casi no me queda nada. Por eso me alié con otros compañeros para asaltar en nuestro tiempo libre. Nos ha estado yendo muy bien. Sin contratiempos. Hasta aquella noche. No sé qué sucedió, la verdad, ni quiénes eran esos tipos. Todo iba bien. Seguíamos el patrón establecido. Primero, los policías en servicio, que patrullaban por una calle oscura y poco transitada, nos avisaron de unas víctimas fáciles. Es muy importante contar con el apoyo de éstos compañeros para que nadie desbarate la operación (además de que no les gustaría enterarse de que habíamos actuado en su zona sin advertirles y, sobretodo, sin darles una parte del dinero). Según nos informaron, se trataba de un grupo de oficinistas que, deducían ellos, habían salido a cenar después del trabajo, acabando bien pedos. Facilísimo, como me gustan a mí las cosas. Los interceptaríamos a la altura del parque. Llegamos rápido y nos escondimos detrás de una esquina, atentos a sus movimientos. Estábamos debajo de una farola, pero como alumbran tan poco, era imposible que nos descubriesen. Cuando escuché sus risas a unos pasos me planté frente a ellos, enseñé la pistola y corté cartucho, para que no tuvieran dudas de que estaba cargada. Mi compañero rebuscaba en los bolsillos de los tres primeros, dos hombres y una mujer, mientras esperábamos tranquilos a que llegara el resto. La pistola brillaba y ellos no se resistían. Igual que en decenas de asaltos anteriores. De repente, alguien empezó a gritar como loco, llamando a la policía y corriendo por la calle. Es típico, no se había dado cuenta ni de que llevábamos pistola ni de que nosotros éramos los policías. Me lancé veloz a por él, con la idea de apuntarle a la cabeza para que se dejase de tonterías. Sólo un susto. Siendo policías, no nos convienen los muertos. En ese momento me di cuenta de que eran dos los que gritaban. Las sombras de la calle me habían impedido ver correctamente. No importa cuántos fuesen, una pistola acobarda a cientos. Pero sucedió algo insólito. No puedo entenderlo todavía. Parece que éste tipo, por el celular, tenía contacto con una unidad de policía. O quizá no fuera eso. Quizá se comunicase con sus guaruras. Nos habían informado mal. Estos tipos no eran oficinistas. No sé quiénes eran. Seguramente gente importante. Uno nunca sabe en esta ciudad. Y sucedió todo tan rápido. No tuve tiempo de pensar bien. Él se alejaba, gritando por el teléfono, sus guaruras venían en coche (imagino que en una camioneta negra). Ya estaban cerca. Miré por todos lados, pero no alcancé a verlos. Estaba nervioso. Ese tipo les decía que entraran en dirección contraria, que ya nos tenían. Mis compañeros, que esperaban en nuestro viejo coche con el motor en marcha, también estaban nerviosos. Me hacían señas para que nos largáramos. Salí corriendo y me metí de un salto en el asiento trasero. Pisamos el acelerador, quemando ruedas, con la pistola en la mano, pensando que esta vez no podría hacerse un asalto limpio. Ninguno sabíamos con qué íbamos a encontrarnos de frente. Atravesábamos las calles a toda velocidad. Nada se cruzó con nosotros. Mejor, mucho mejor. La mano me temblaba. No quería disparar contra nadie. Y menos contra guaruras entrenados. Los asaltos han de ser fáciles, a grupos pequeños no armados. Así me gustan las cosas. Cualquier otra posibilidad no tiene sentido para mí. Por suerte ya nos alejábamos. Poco a poco iba tranquilizándome. No sé que sucedió aquella noche ni quiénes eran esos tipos, pero tuve la sensación de que nos habíamos librado de una buena. Debemos tener más cuidado la próxima vez. Uno no puede confiarse. Hay demasiada gente loca y peligrosa en esta ciudad.