martes, 6 de marzo de 2007

Mediocre

Al principio la cocaína me era indiferente, pero es que en aquella época yo era un estudiante de empresariales ingenuo y hasta optimista, sin la madurez suficiente para poder apreciar su magia. Iba a la facultad a diario, no porque me interesaran las asignaturas, si no por el ambiente que se formaba en los pasillos. Las partidas de cartas viendo pasar a una chica rubia de camiseta ajustada y caminar flexible; compartir un cigarrillo con las compañeras de clase; planear el fin de semana, expectante si es que había una fiesta o, simplemente, indagando sobre los nuevos antros de la ciudad. Y es que las armábamos buenas, no había sábado que no nos amaneciera. Algunas veces, mis amigos conseguían coca. Se emocionaban alrededor de la pequeña bolsa, abriéndola despacio, las pupilas dilatadas por el fulgor dorado que emitía, chispazos de aquel mito que aseguraba que multiplicaría nuestras capacidades, haciéndonos más graciosos, incluso más atractivos. Aunque el mito nunca llegaba a cumplirse. Las primeras rayas eran divertidas, me volvía simpático y cordial, interesándome sobremanera cualquier charla, cualquier frase. Pero había que seguir metiéndose, sino la conversación decaía, flácida, hasta las palabras parecían derretirse como si fueran de cera. Recuerdo una noche terrible. Se nos había terminado la coca (apuramos los restos lamiendo la bolsa) y, por algún motivo, el bajón que debía aparecer a la mañana siguiente, me golpeó en ese mismo instante, desolador. Las paredes de mi cerebro eran de roca, de pizarra, y empezaba a hacer mucho frío. Un derrumbe, las piedras cayendo descontroladas mientras observo a esa mujer que ahora baila en la pista. Los zapatos de tacón, con una fina tira que sube hasta el tobillo; la piel morena y suavemente depilada; la mini-falda curvándose al ritmo de la música. ¿Cuándo he tenido yo una chica así? Nunca. Pierdo mi tiempo en estos antros, jamás podré tocar a una mujer tan hermosa. ¿A quién quiero engañar? Soy un tipo mediocre, no tengo ni el talento ni la gracia para que se interese por mí. De todas las cosas de este mundo, no podría señalar una que me entusiasme especialmente. Ni siquiera me gusta lo que estudio. Lo elegí porque me lo aconsejaron, porque tenía muchas salidas… Aquellas palabras sonaron demasiado reales. Fue la última vez que esnifé. Un bajón tan grande para qué, ¿para escuchar muy atento las tonterías de algún estúpido? No gracias, la coca no estaba hecha para mí.

Los años se sucedieron siguiendo el orden establecido. Me contrataron en un banco (“has tenido mucha suerte”, solían decir mis amigos, “es un trabajo estable, para toda la vida”) donde me pagaban bastante bien. Me fui a vivir con una chica en un apartamento alquilado. Al principio todo iba bien. En el trabajo, al ser nuevo, cada tarea requería concentración y habilidad, lo cual era estimulante. Las jornadas transcurrían veloces sin tiempo para pensar en nada más. El apartamento era amplio, sobretodo el salón, con unos ventanales enormes por los que entraba mucha luz. Aprovechamos el espacio instalando un televisor gigante con DVD y sistema de sonido con 5 altavoces. Era agradable pasar las tardes de domingo en el sofá, entre cojines y palomitas. De vez en cuando invitábamos a otras parejas a cenar. Nos tomábamos un whiky con hielos después de tirar los restos de la cena en el cubo de la basura y apilar los platos en el fregadero. Así fueron transcurriendo las estaciones y yo callado, observando desde los ventanales la caída de las hojas secas sobre la acera.

Todo tiene un final. La montaña de hojas había crecido tanto que no me dejaba respirar. Un anillo de compromiso, la hipoteca de una casa pensando en los futuros hijos, planes y organización. El trabajo se había convertido en una broma cínica. Cuando eres estudiante no imaginas cuál será tu puesto, a qué te dedicarás exactamente. Tampoco hablan de ello los maestros, perdidos en los cálculos de la pizarra. Para cuando comprendes que vas a pasar toda tu vida entre papeles numerados, en compartimentos estanco de paredes falsas, luces de neón y aire acondicionado permanente, ya es demasiado tarde. Con treinta años, se abría frente a mí un abismo de eterna de resignación, una vida mediocre formada por pequeños instantes de paz. Por suerte, volví a probar la cocaína, y esa vez sí que me gustó.

Había madurado mucho desde la última vez. Sabía de la fragilidad de las palabras, de lo vacío de toda conversación; lo importante ya no era la charla, eran los labios, que recuperaban el tono rojo pasión; y los ojos, que brillaban en miradas cómplices, tocados por la barita de la coca. La vida se llenaba de colores y entusiasmo. Empecé a esnifar cada fin de semana. Después también entre semana. Hasta que llegó el día en que me sentí lo suficientemente poderoso como para mandarlo todo a la mierda.

He recuperado mi vida. Ya no necesito una mujer, ni una tele, ni una casa grande. Cuando el trabajo se vuelve aburrido, me esnifo dos rayas y se acabó. Además, como me meto a diario, no me dan bajones tan bruscos. Si acaso algunas noches, al acostarme. Siento cómo se atora la mandíbula, cómo las piernas se retuercen, rígidas. Me cuesta respirar y lo paso horrible. Pero sé que es cosa de un momento, hasta que me hagan efecto los tranquilizantes que guardo en la mesilla. Ya no soy un mediocre. Eso es lo único importante. He cerrado la puerta al abismo de la monotonía, confinado en mi pequeño estudio de paredes azules, con un espejo en la mano y una raya de cocaína en medio.