jueves, 29 de marzo de 2007

Envenenaron mis Sueños

“Somebody put something in my drink” – The Ramones.

Alguien le echó algo a mis sueños. Estaba despistado, lo reconozco, miraba la televisión cuando dejó caer sus gotas de veneno y removió la mezcla. No tenía color, ni olor, así que dime, ¿cómo podría haberlo notado? Lo bebí sin sospechar nada. Ni siquiera me percaté de lo que sucedía cuando escuché a mi mujer anunciar que se iba a vivir con otro tipo, que había descuidado su cariño, que era culpa mía. Sentado en la mesa blanca de la cocina, tomé un sorbo de mi whisky con hielos, sin rechistar. Tampoco recelé meses después, cuando el jefe me notificó que había un recorte en la empresa y que, como mi rendimiento había bajado mucho últimamente, era normal que me despidieran. Deambulaba con un periódico en la mano, de dirección subrayada a despacho sin oportunidades de empleo para un viejo de 38 años como yo. Hasta que me senté en la oscuridad de neón de esta barra, observando mi rostro ojeroso y cansado en el espejo que tenía delante. Rememoré las ilusiones creadas en la universidad, las horas y fines de semana dedicados a ascender en la empresa, una casa grande para tener contenta a mi mujer, un coche nuevo cada dos años. Todo iba correctamente, tal y como debía de ir. Mis sueños eran como los de la mayoría y yo lo estaba haciendo tan bien como cualquiera. Entonces comprendí lo que había sucedido… Así que no vuelvas a mirarme de esa forma, no te atrevas a juzgarme por mi pelo desmarañado, por mi barba descuidada, por mi aliento y andares de borracho. Yo no soy así, no es culpa mía. Alguien envenenó mis sueños y ya no puedo pensar correctamente... Mejor invítame a otra copa.

viernes, 23 de marzo de 2007

La Mula de Cocaíca

La pick-up asciende la colina tan rápido que levanta una gran polvareda. Estoy recostado en la parte de carga, junto con dos cajas de vino que tintinean sacudidas por los baches del camino. Me preocupa que la columna de polvo delate nuestra posición, aunque en seguida comprendo que a nadie le permitirían estar tan cerca de la montaña como para descubrirnos. Me incorporo con la idea de ver mejor el paisaje, sujetando el sobrero con la mano para que no salga volando. Sólo reconozco el río, que es el mismo que pasa por mi pueblo. Prácticamente no se ven árboles, las colinas están peladas y atravesadas por surcos de labranza, donde brotan pequeños tallos verdes. En esta parte de México no hay cultivos de café, ni de maíz, ni de fríjol. Aquí las plantaciones son mucho más rentables. Pero la camioneta ya está reduciendo la velocidad, hasta que se detiene frente a una muralla de color tan blanco que parece cal. Una enorme puerta de hierro se abre ruidosamente. No estoy nervioso, si acaso, un poco mareado.

-Tu primo Manuel hablaba con orgullo de ti.

Estoy sentado en una mesa de hierro forjado, a solas con Don César. Su aspecto no es tan aterrador como me había imaginado, a pesar de su altura y de que tiene una pistola sobre la mesa. No me mira, observa una copa de cristal que sujeta entre las manos. Las cajas de vino están a sus pies.

-¿Por quién lo haces? –pregunta.

-Por usted, ha hecho mucho bien a nuestro pequeño pueblo. También por mi madre, ya está viejita y trabaja demasiado.

Parece satisfecho con mi respuesta. Saca una de las botellas de la caja y la descorcha. Llena la copa de cristal hasta la mitad y se queda mirándome fijamente a los ojos, sin decir nada. Su mirada sí que es aterradora. Intento controlar la respiración, pero gruesas gotas de sudor ya resbalan por mi cara.

-¿Sabes lo que es un Copero Real? –pregunta y, sin hacer siquiera ademán de esperar mi respuesta, continúa- En la antigüedad, los reyes eran envidiados por su poder y riqueza. Constantemente intentaban envenenarles para usurpar la posición que el propio Dios les había otorgado al nacer. Por eso, la persona de su mayor confianza probaba la comida y la bebida antes que el rey. Eran ampliamente recompensados por su valor y lealtad. Si morían, la familia pasaba a vivir a palacio, recibiendo los más altos honores. Por el contrario, si era descubierto algún engaño, los mataban a todos –hizo una pausa, con sus ojos atravesándome las pupilas- Dime, ¿sabes ahora lo que es un Copero Real?

-Sí, señor –respondo algo agitado- Yo soy el Copero Real.

Asiente complacido y me acerca la copa de vino, que bebo de un solo trago. Y ya está hecho, acabo de ganar su confianza, de cerrar el pacto. Ahora sólo me queda rezar para que no me detecten en alguno de los retenes militares dentro del país, para conseguir cruzar la frontera sin que me disparen los federales y, sobretodo, para que no me pase como al primo Manuel, que se le reventaron las ampolletas de cocaína en el estómago, justo cuando se las estaba tragando.

martes, 6 de marzo de 2007

Mediocre

Al principio la cocaína me era indiferente, pero es que en aquella época yo era un estudiante de empresariales ingenuo y hasta optimista, sin la madurez suficiente para poder apreciar su magia. Iba a la facultad a diario, no porque me interesaran las asignaturas, si no por el ambiente que se formaba en los pasillos. Las partidas de cartas viendo pasar a una chica rubia de camiseta ajustada y caminar flexible; compartir un cigarrillo con las compañeras de clase; planear el fin de semana, expectante si es que había una fiesta o, simplemente, indagando sobre los nuevos antros de la ciudad. Y es que las armábamos buenas, no había sábado que no nos amaneciera. Algunas veces, mis amigos conseguían coca. Se emocionaban alrededor de la pequeña bolsa, abriéndola despacio, las pupilas dilatadas por el fulgor dorado que emitía, chispazos de aquel mito que aseguraba que multiplicaría nuestras capacidades, haciéndonos más graciosos, incluso más atractivos. Aunque el mito nunca llegaba a cumplirse. Las primeras rayas eran divertidas, me volvía simpático y cordial, interesándome sobremanera cualquier charla, cualquier frase. Pero había que seguir metiéndose, sino la conversación decaía, flácida, hasta las palabras parecían derretirse como si fueran de cera. Recuerdo una noche terrible. Se nos había terminado la coca (apuramos los restos lamiendo la bolsa) y, por algún motivo, el bajón que debía aparecer a la mañana siguiente, me golpeó en ese mismo instante, desolador. Las paredes de mi cerebro eran de roca, de pizarra, y empezaba a hacer mucho frío. Un derrumbe, las piedras cayendo descontroladas mientras observo a esa mujer que ahora baila en la pista. Los zapatos de tacón, con una fina tira que sube hasta el tobillo; la piel morena y suavemente depilada; la mini-falda curvándose al ritmo de la música. ¿Cuándo he tenido yo una chica así? Nunca. Pierdo mi tiempo en estos antros, jamás podré tocar a una mujer tan hermosa. ¿A quién quiero engañar? Soy un tipo mediocre, no tengo ni el talento ni la gracia para que se interese por mí. De todas las cosas de este mundo, no podría señalar una que me entusiasme especialmente. Ni siquiera me gusta lo que estudio. Lo elegí porque me lo aconsejaron, porque tenía muchas salidas… Aquellas palabras sonaron demasiado reales. Fue la última vez que esnifé. Un bajón tan grande para qué, ¿para escuchar muy atento las tonterías de algún estúpido? No gracias, la coca no estaba hecha para mí.

Los años se sucedieron siguiendo el orden establecido. Me contrataron en un banco (“has tenido mucha suerte”, solían decir mis amigos, “es un trabajo estable, para toda la vida”) donde me pagaban bastante bien. Me fui a vivir con una chica en un apartamento alquilado. Al principio todo iba bien. En el trabajo, al ser nuevo, cada tarea requería concentración y habilidad, lo cual era estimulante. Las jornadas transcurrían veloces sin tiempo para pensar en nada más. El apartamento era amplio, sobretodo el salón, con unos ventanales enormes por los que entraba mucha luz. Aprovechamos el espacio instalando un televisor gigante con DVD y sistema de sonido con 5 altavoces. Era agradable pasar las tardes de domingo en el sofá, entre cojines y palomitas. De vez en cuando invitábamos a otras parejas a cenar. Nos tomábamos un whiky con hielos después de tirar los restos de la cena en el cubo de la basura y apilar los platos en el fregadero. Así fueron transcurriendo las estaciones y yo callado, observando desde los ventanales la caída de las hojas secas sobre la acera.

Todo tiene un final. La montaña de hojas había crecido tanto que no me dejaba respirar. Un anillo de compromiso, la hipoteca de una casa pensando en los futuros hijos, planes y organización. El trabajo se había convertido en una broma cínica. Cuando eres estudiante no imaginas cuál será tu puesto, a qué te dedicarás exactamente. Tampoco hablan de ello los maestros, perdidos en los cálculos de la pizarra. Para cuando comprendes que vas a pasar toda tu vida entre papeles numerados, en compartimentos estanco de paredes falsas, luces de neón y aire acondicionado permanente, ya es demasiado tarde. Con treinta años, se abría frente a mí un abismo de eterna de resignación, una vida mediocre formada por pequeños instantes de paz. Por suerte, volví a probar la cocaína, y esa vez sí que me gustó.

Había madurado mucho desde la última vez. Sabía de la fragilidad de las palabras, de lo vacío de toda conversación; lo importante ya no era la charla, eran los labios, que recuperaban el tono rojo pasión; y los ojos, que brillaban en miradas cómplices, tocados por la barita de la coca. La vida se llenaba de colores y entusiasmo. Empecé a esnifar cada fin de semana. Después también entre semana. Hasta que llegó el día en que me sentí lo suficientemente poderoso como para mandarlo todo a la mierda.

He recuperado mi vida. Ya no necesito una mujer, ni una tele, ni una casa grande. Cuando el trabajo se vuelve aburrido, me esnifo dos rayas y se acabó. Además, como me meto a diario, no me dan bajones tan bruscos. Si acaso algunas noches, al acostarme. Siento cómo se atora la mandíbula, cómo las piernas se retuercen, rígidas. Me cuesta respirar y lo paso horrible. Pero sé que es cosa de un momento, hasta que me hagan efecto los tranquilizantes que guardo en la mesilla. Ya no soy un mediocre. Eso es lo único importante. He cerrado la puerta al abismo de la monotonía, confinado en mi pequeño estudio de paredes azules, con un espejo en la mano y una raya de cocaína en medio.