viernes, 23 de marzo de 2007

La Mula de Cocaíca

La pick-up asciende la colina tan rápido que levanta una gran polvareda. Estoy recostado en la parte de carga, junto con dos cajas de vino que tintinean sacudidas por los baches del camino. Me preocupa que la columna de polvo delate nuestra posición, aunque en seguida comprendo que a nadie le permitirían estar tan cerca de la montaña como para descubrirnos. Me incorporo con la idea de ver mejor el paisaje, sujetando el sobrero con la mano para que no salga volando. Sólo reconozco el río, que es el mismo que pasa por mi pueblo. Prácticamente no se ven árboles, las colinas están peladas y atravesadas por surcos de labranza, donde brotan pequeños tallos verdes. En esta parte de México no hay cultivos de café, ni de maíz, ni de fríjol. Aquí las plantaciones son mucho más rentables. Pero la camioneta ya está reduciendo la velocidad, hasta que se detiene frente a una muralla de color tan blanco que parece cal. Una enorme puerta de hierro se abre ruidosamente. No estoy nervioso, si acaso, un poco mareado.

-Tu primo Manuel hablaba con orgullo de ti.

Estoy sentado en una mesa de hierro forjado, a solas con Don César. Su aspecto no es tan aterrador como me había imaginado, a pesar de su altura y de que tiene una pistola sobre la mesa. No me mira, observa una copa de cristal que sujeta entre las manos. Las cajas de vino están a sus pies.

-¿Por quién lo haces? –pregunta.

-Por usted, ha hecho mucho bien a nuestro pequeño pueblo. También por mi madre, ya está viejita y trabaja demasiado.

Parece satisfecho con mi respuesta. Saca una de las botellas de la caja y la descorcha. Llena la copa de cristal hasta la mitad y se queda mirándome fijamente a los ojos, sin decir nada. Su mirada sí que es aterradora. Intento controlar la respiración, pero gruesas gotas de sudor ya resbalan por mi cara.

-¿Sabes lo que es un Copero Real? –pregunta y, sin hacer siquiera ademán de esperar mi respuesta, continúa- En la antigüedad, los reyes eran envidiados por su poder y riqueza. Constantemente intentaban envenenarles para usurpar la posición que el propio Dios les había otorgado al nacer. Por eso, la persona de su mayor confianza probaba la comida y la bebida antes que el rey. Eran ampliamente recompensados por su valor y lealtad. Si morían, la familia pasaba a vivir a palacio, recibiendo los más altos honores. Por el contrario, si era descubierto algún engaño, los mataban a todos –hizo una pausa, con sus ojos atravesándome las pupilas- Dime, ¿sabes ahora lo que es un Copero Real?

-Sí, señor –respondo algo agitado- Yo soy el Copero Real.

Asiente complacido y me acerca la copa de vino, que bebo de un solo trago. Y ya está hecho, acabo de ganar su confianza, de cerrar el pacto. Ahora sólo me queda rezar para que no me detecten en alguno de los retenes militares dentro del país, para conseguir cruzar la frontera sin que me disparen los federales y, sobretodo, para que no me pase como al primo Manuel, que se le reventaron las ampolletas de cocaína en el estómago, justo cuando se las estaba tragando.