sábado, 19 de mayo de 2007

Las Hojas de los Desaparecidos

Fue Don Fulgencio quien encontró el cadáver. En los albores del 2 de agosto, mientras realizaba su acostumbrado paseo matinal, dobló la esquina del callejón y se topó con el brillo del amanecer sobre el espejo triturado de un pointer color plata, el olor humeante de las llantas, y la cara ensangrentada, rígida, con un agujero de bala entre los pliegues de la frente. Lo repentino de una escena para la que nadie puede estar preparado, atravesó las pupilas Don Fulgencio con la velocidad de un escalofrío. Pequeñas gotas de sudor cubrieron su cara, la respiración congelada, abría la boca luchando por no desmayarse. Durante los más de 60 años que llevaba viviendo en la Ciudad de México, jamás había presenciado un acto de violencia semejante. Sin embargo, no tardó en recuperarse del susto. Las emociones que experimentó seguidamente pudieran parecerle al lector de naturaleza extraña, pero el que escribe las ha anotado en, por lo menos, una docena de casos similares. Apoyado contra la pared del callejón, secándose la frente con el pañuelo que solía guardar en el bolsillo interior de su saco, Don Fulgencio comenzó a sentirse inquieto. Ya se había acostumbrando a la escena y no tenía reparos en mirar directamente al muerto. ¿Y si me acerco un poco más?, pensaba, “sólo unos pasos, para verlo mejor”. La curiosidad; defecto para unos, facultad primordial del ser humano para otros; se apoderó de él. Es una fuerza intensa. Sin reflexionar sobre lo que estaba haciendo, dejándose llevar por la excitación del momento, fue aproximándose a la víctima. El cuerpo yacía tendido sobre el capó del coche, los pantalones ennegrecidos y hechos jirones, y la camisa blanca desabotonada, dejando ver las costillas y el torso. Le sorprendió comprobar que la piel no había perdido el tono moreno, elástico, joven. La expresión de la cara, con el ceño fruncido y la boca curvada en una mueca de desagrado, parecía conservar un rastro de vida; como si la personalidad del fallecido no muriera con él, al contrario, quedara suspendida en el aire en un rictus de eternidad. Si no fuese por los mechones de pelo que colgaban sobre la frente, mezclados con la sangre en una masa amorfa, Don Fulgencio habría jurado que seguía vivo.

Lo que sucedió a continuación es quizá lo más sorprendente del caso. Sobre la que podría llamarse región más magullada, la Ciudad de México, se precipitan cada día miles de hojas mecanografiadas. Calientes aún de la copiadora, van empapelando cada poste y farola de la ciudad. Son las hojas de los desaparecidos; una foto en blanco y negro con una breve descripción; una súplica lanzada al aire por los familiares, en una ciudad que no reconoce a sus hijos. Los casos más espeluznantes comienzan en nuestra colonia, a la vuelta de la esquina, pero ya estamos tan acostumbrados a ello que caminamos sobre esos avisos ignorándolos, sin importarnos la tragedia que contienen. No será hasta que encontremos esas mismas caras en la portada de algún periódico de nota roja; ensangrentadas, a todo color y con grandes titulares de fondo; en que reparemos en lo terrible del caso, iluminando nuestra oscura conciencia.

La foto que la familia de Javier Casado Rojas había distribuido por la colonia era una vulgar copia en tonos negros, sin expresividad alguna. Sin embargo, Don Fulgencio no tuvo problema en reconocer en ella al muerto. Y es que coleccionar las hojas de los desaparecidos se había convertido en su pasatiempo favorito. No era capaz de recordar el momento preciso en el que comenzó a arrancarlas de los postes y a archivarlas en carpetas. En la lentitud de los días que sucedieron a su temprana jubilación, todo parecía confuso, borroso. Se trataba, quizá, de una actividad en la que ocupar su tiempo, una forma de resistencia contra la decepción y el desánimo. Lo cierto es que los ficheros, clasificados por orden alfabético, ocupaban cada vez más espacio en el pequeño salón de su casa. Y los días iban recuperando su entusiasmo. Ya no transcurrían iguales unos de otros, pasaron a tener un cometido. Aquella extraña actividad le devolvió la ilusión, aportando un poco de energía a su desgastado corazón. Un contacto directo con la vida a través de la muerte. Para cada hoja, realizaba un detallado seguimiento en periódicos hasta que daba con la nota que ponía fin al caso. Entonces la recortaba y la guardaba junto al aviso de la desaparición. Siguiendo este esquema, dividió su archivo en tres grandes secciones: asesinados, secuestrados y no resueltos. En esta última podían verse los nombres de más de 50 personas, y, entre ellos, la de Javo, apodo por el que solían llamar la familia y amigos al fallecido de aquella mañana. La historia daba así uno de los giros más interesantes, que estuvo a punto de suponer la resolución satisfactoria del caso.

Podrán imaginar la emoción que sintió Don Fulgencio al constatar la identidad del cadáver. Tantos años recopilando información y era la primera vez que se topaba con una de las víctimas. Todavía entre el humo de la tragedia, a unos pasos del cuerpo, las manos le temblaban y un hormigueo en el estómago le impedía respirar con normalidad. En toda su vida, no era capaz de recordar un momento en el que se sintiera más vivo, más feliz. Quizá tan sólo aquella vez, cuando era niño, y estrechó la mano de El Santo en la visita que éste hizo a su colonia. Estuvo varios minutos sin mover un solo músculo, saboreando su pequeño momento de éxtasis. Pero como todo lo bueno se acaba, poco a poco fue recuperando la serenidad. Y entonces supo con claridad lo que debía hacer. Se dirigió a su casa a paso ligero, casi corriendo. Abrió la puerta con la energía propia de la prisa y se dirigió a su fichero especial. Encontró la hoja que buscaba, con el número de teléfono de los familiares en el borde inferior. Descolgó el auricular y marcó a la velocidad que su tembloroso pulso le permitía. Si la familia se enteraba de la desgracia antes que la policía, quizá tuvieran una oportunidad de descubrir al asesino. Algo que había aprendido es que, de no ser así, los trámites burocráticos, la corrupción y, quién sabe, la hipotética intervención de algún policía en los hechos, desbarataría cualquier posibilidad. El tono de llamada sonando y nadie contesta al otro lado de la línea. Se impacienta, farfullando alguna frase incomprensible. Cuelga y marca de nuevo. Aquella vez sí que respondieron.

Fue la llamada más difícil en la larga y accidentada vida de Don Fulgencio. Al escuchar el tono de una mujer al otro lado del teléfono, se quedó paralizado. Los acontecimientos se habían sucedido a tal velocidad, que no tuvo tiempo para reflexionar sobre cómo contarle a los familiares lo sucedido. En el vértigo del momento, imágenes de ropajes negros, las lágrimas y la desesperación se mezclaron con su lengua de trapo. Hizo un esfuerzo por serenarse y, justo cuando la mujer ya no esperaba oír la voz de nadie, escuchó la simple y directa frase que con tanto miedo había esperado: “tengo una noticia referente a la desaparición de Javier Casado Rojas”. La mujer se echó a llorar inmediatamente, cayendo el auricular con un ruido compacto. Después de unos instantes de desconcierto, sonó la voz de un hombre; quizá el hermano de la víctima, quizá el padre, Don Fulgencio no podía saberlo; pero le contó todo lo que había descubierto, aclarándole que debía prepararse para la violencia de la escena. Cuando terminó, la línea quedó vacía, sólo el rumor de una respiración agitada recorría ambos extremos. Después de unos segundos eternos, la voz del hombre dio las gracias, masculló una recompensa, rápidamente rechazada por Don Fulgencio –¿no era suficiente perder a un familiar, si no que encima se debía pagar un dinero por ello?-, escuchándose de nuevo un “gracias” que se quedó colgado al auricular como un eco lejano que se resiste a desaparecer.

Hasta aquí llegan los hechos probados, lo que sigue no es más que una conjetura realizada por éste reportero. La familia de Javier Casado Rojas a penas tuvo unos minutos para visitar la escena, ya que a esas alturas de la mañana, otros vecinos del lugar habían descubierto el crimen, reportándolo a la policía. Hemos comprobado que los familiares no presentaron denuncia y que no quisieron colaborar con los agentes de la ley ni en los interrogatorios, ni facilitando sospechosos. Parece fácil deducir que, en ese corto espacio de tiempo, descubrieron alguna pista que relacionaron con el asesino. O eso le gusta pensar a Don Fulgencio. Desde aquel suceso, los días han transcurrido para él con especial sosiego. La cara relajada, la mirada satisfecha, parece haber cumplido una misión para la que se hubiera estado preparando toda la vida. En llamada telefónica realizada para confirmar cada punto de esta historia, nos confesó que tenía la intención de seguir coleccionando las hojas de los desaparecidos, aunque fuera únicamente para conservar la memoria de la tragedia. Un acto de valentía que le honra. Confío en que muchos de nuestros lectores se animen a seguir su ejemplo que, en esta región de injusticias, fragmentada moral y socialmente, se hace tan necesario. Se requieren más héroes para esta tierra de villanos.

Seguiremos informando.